Selección Literaria · nº 51 - page 38

Por José Manuel Mora Fandos
U
na Navidad distinta,
c
omo un cuento
I
T
odo, por esa costumbre suya de demorarse unos minutos
en el escaparate de la librería: los títulos, con ese decir sin
decir del todo, como acertijos, y las cubiertas, de paisajes y
personajes tan atractivos, o un misterioso tramo de calle o
una habitación… total, fantasear cada mañana un poco, a
la vuelta de dejar a los pequeños en el cole. Y además el frío
-que se había decidido a finales de noviembre pero reina-
ba ya con todo el rigor-, a Clara le entornaba los ojos, y le
abría ventanas, hacia dentro.
En la luna de cristal se reflejaban las suspensas hojas ocres
del álamo. Si se diera la vuelta, si de un salto intentara
atrapar alguna, no sentiría más que el áspero tacto de un
cuerpo leve y quebradizo; pero allí, inmóviles en el aire,
eran una, y otra, y otra… monedas de oro, -qué otra cosa
iban a ser-, dádiva que los reyes de los cuentos prodigaban
en días de gracia. “¿Y si, ahora que se abren las ventanas…
y si este preciso día…?”
Hojas, y bajo aquel dosel que parecía cobijar una bendi-
ción… nuevas hojas, otras, las de los libros, dormidas al
calor de las colchas de las vistosas cubiertas, a la espera de
unos ojos que las vinieran a despertar. Julio y Nieves, los
pequeños, también comenzaban cada mañana una
pequeña historia, donde ella llegaba a despertarlos, a
pasarles la página de la nueva jornada, tersa, lista para la
caligrafía. Qué historia no llegarían a escribir con el
tiempo… no sabía cuál, ni cómo, pero buena, y larga, sí
sería, como en Dickens. De un tiempo lento y, otras veces,
apresurado, colmado de variedad e ilusión. O de mucho
aprender y de bellas recompensas, como en Austen. Pero
algún día ella ya no sería necesaria para pasarles la página,
traer la luz, caldear las estancias, entonces…
Entonces, las mayores… eso era otra cosa; con ellas las
historias que habían ido ganando forma se difuminaban,
aquellos libros incipientes se hurtaban a sus ojos demadre,
celosos de escribirse solos, huidizos de lo que antes fuera
una escritura confiada, compartida. Bueno, qué podía
decir, ¿o es que ella misma no había sido adolescente?
Y Jorge… bien, a veces Clara lo sentía escribir su historia
particular, tan lejos, tan cerca…
SL
CUENTO
38
TROA
Junto a los libros destacaba un pequeño expositor de
cuadernos. Sin ilustraciones ni motivos en la portada, de
cubierta recia, sellados por una goma vertical y atravesa-
dos por una cinta irisada, como una lágrima que asomaba
al fin por el ángulo inferior y se replegaba coqueta sobre la
superficie. Otras hojas, a la espera de una mano, de una
historia.
Aquella mañana de principios de diciembre sí entró en la
librería. No supo con exactitud por qué; ni, a la salida, qué
iba a hacer con aquel cuaderno.
II
Y
a en casa arrimó una mesa a la ventana, acabó de correr
las cortinas y dejó que la tibia claridad de la mañana acari-
ciara el cuaderno, la cubierta de vivo rojo teja primero, y
luego las páginas satinadas. El papel amarfilado vibraba
saturado de luz, como a un tris de disolverse inundado de
brillo. Cerró los ojos incapaz de escribir nada, pero enton-
ces surgieron nombres: Julio, Nieves, Lucía, María, Jorge.
Los escribió uno debajo del otro, espaciados, hasta llenar la
página, como si un pudor natural le impidiese agruparlos a
modo de lista de la compra o de tareas pendientes. Respi-
ró. Qué prodigio el de las palabras cuando nombran a las
personas amadas, que hasta piden un espacio propio para
alojarlas. Obediente a un eco comenzó a escribir en la
página siguiente, con una letra cursiva, que le parecía
inclinarse para susurrar una intimidad:
Todas las familias
felices se parecen
…se detuvo, no estaba conforme con el
resto de la frase, y continuó con otro eco…
tú tienes cabe-
llos color de oro… el trigo dorado será un recuerdo de ti. Y
amaré el ruido del viento en el trigo…
el cabello de Lucía,
que hasta le parecía resonar como una campana cuando
ella reía… ¿en qué otra familia feliz podría encontrarlo? Su
mano seguía escribiendo, corría… Sabía escuchar de tal
manera que… si alguien creía que era insignificante…uno
entre millones, y que no importaba nada… le resultaba
claro que tal como era solo había uno entre todos los hom-
bres…Julio, mientras ella le tenía fijos los mofletes con una
mano y con la otra lo peinaba, y él la escuchaba...
mi vida se
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