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«Los libros»

, dijo Henry David Thoreau, filósofo

trascendentalista norteamericano, además de

naturalista, poeta, agrimensor y fabricante de

lápices, cuya obra

Walden o la vida en los bosques

sirvió de inspiración a personajes como Tolstói,

Gandhi o Martin Luther King,

«son la riqueza atesora-

da del mundo y la adecuada herencia de generacio-

nes y naciones. Sus autores son la aristocracia

natural e irresistible de cualquier sociedad y ejercen

en la humanidad una influencia mayor que las de los

reyes o emperadores.»

No cabe, bajo mi punto de vista, un alegato más

cristalino y a la vez más sólido, sobre la importancia

tan radical de este objeto, tan sencillo en su concep-

to (un conjunto de muchas hojas de papel u otro

material semejante que, encuadernadas, forman un

volumen), como revolucionario en su significado.

Los libros son los soportes básicos sobre los que se

sientan y registran las cosas que son y que no

desaparecen, que quedan, que permanecen. Los

libros nos sirven para apuntar y dejar fijo aquello

que no se quiere fiar a la memoria. Son nuestra

memoria. En los libros consignamos las notas para

tocar y cantar las composiciones musicales. Los

libros son nuestra memoria viva, la «memoria de

generaciones y naciones», en palabras de Thoreau, y

en ellos se anota y escribe lo que importa tener

presente. En ellos se cuentan las hazañas y los

hechos fabulosos de los caballeros aventureros y

andantes, y también las cosas prosaicas, y hasta los

sueños; en ellos está la ciencia, la jurisprudencia y la

literatura.

Todos, sin quererlo o queriéndolo, vivimos asoma-

dos a los libros y lo que significan, y escuchamos su

rumor todo el tiempo, si aguzamos el oído. Y es

gracias a los libros que sabemos quiénes somos en

realidad, y tenemos noticias de quiénes fuimos y de

los que nos precedieron. En los libros escuchamos la

voz de nuestros verdaderos padres.

Los que vivimos en torno a los libros somos muy

similares a los habitantes de una ciudad atravesada

por un río. Muchos de esos habitantes viven

de espaldas a ese río, o en barrios lejanos y

apartados, y deciden dar la existencia de ese

río por descontada, admitirlo de forma

pasiva, sin querer saber nada más.

Otros, más conscientes, quizás, aunque no

siempre más dichosos por ello, gustan de

pescar en sus orillas, en las orillas de ese río,

echan su caña cada día o tienden sus redes,

exploran su lecho, intentan adivinar qué

esconde. Construyen sus casas cerca de la

orilla, porque saben que, de algún modo, no

pueden vivir sin su rumor continuo, y no

conciben su existencia sin la presencia de

ese río que dota de contenido y de sentido a

sus vidas.

Los más optan por observar cómo discurre

el agua desde puentes elevados, y adivinar

sus remolinos, ver cómo sube y baja su

caudal, cómo las lluvias torrenciales lo hacen

poderoso y en ocasiones hasta destructivo, o

cómo las sequías lo reducen a su mínima

expresión, haciendo que los peces que viven

en él casi desaparezcan.

Y luego están quienes viven sumergidos en

el río, quienes han remontado muchas veces

Ríos de

literatura

Enrique Redel

Impedimenta

“Todos, sin

quererlo o

queriéndolo,

vivimos aso-

mados a los

libros y lo que

significan, y

escuchamos su

rumor todo el

tiempo, si

aguzamos el

oído.”

SL

PREMIO TROA

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TROA