Background Image
Previous Page  8 / 48 Next Page
Information
Show Menu
Previous Page 8 / 48 Next Page
Page Background

La primera librería

A

comienzos de la década de los sesenta del

siglo pasado, vivíamos en Olot, la recóndita capital

de la Garrotxa gerundense, en un entorno de

singular belleza natural, con volcanes, hayedos

luminosos, robledales, huertos exuberantes,

airosos maizales y ricos prados, por donde los

paisajistas se asentaban a menudo con el

caballete, la paleta y los pinceles. Nos habíamos

trasladado allí desde Cervera, en las pajizas tierras

de secano ilerdenses, al final de la

década anterior. Nuestra vivienda de

Olot era un piso de alquiler, enorme y

un tanto desvencijado, que ocupaban

la notaría de mi padre y la vivienda

familiar. Debajo había un almacén

muy grande y una tienda de electro-

domésticos. Delante de la fachada

principal con soportales, el "parque

viejo" ocupaba casi toda la plaza,

rodeado de plátanos de sombra, y

adornado con esbelta arboleda, con

unos parterres separados por sendas

llenas de guijarros, y con una escultu-

ra de Clará. Al otro lado del jardín, se

levantaba el colegio de los Escolapios

en el que mi hermano gemelo y yo

cursamos de primero a quinto de

bachillerato, porque a leer, a escribir,

a sumar, a restar, a multiplicar…, nos

enseñó nuestra madre, igual que a mis hermanos

mayores. Por la parte posterior del inmueble, se

sucedían varios chaletitos ajardinados, y los

muros laterales daban a sendas calles y a una

gasolinera. Encima de nuestro piso, disponíamos

de una terraza en la que incluso jugábamos al

fútbol con los amigos y, por el largo pasillo que

conectaba la sala de estar con algunas habitacio-

nes y con la cocina, podíamos patinar, correr y

saltar. En la mesa del comedor, jugábamos al

pimpón.

La estancia más acogedora del piso era

la sala de estar, con la chimenea que nuestra

madre solía encender ya en otoño cuando

asomaban los primeros fríos. Junto al fuego del

hogar, pasábamos muchas horas de las largas y

oscuras tardes invernales, en aquel rincón ideal

para la lectura y para otros juegos sosegados,

porque, además, transcurrió bastante tiempo

hasta que se instaló la calefacción en todo el piso.

Recuerdo, entre otros, unos libros de Historia

Sagrada, muy grandes y muy bien ilustrados, con

de

Luis Ramoneda

textos de Daniel Rops, o la Historia de Babar o

una edición del Quijote para niños, de la que me

entusiasmaba el capítulo sobre el retablo de

Maese Pedro que, a veces, leíamos acompañados

por la música de Manuel de Falla sobre dicho

episodio quijotesco.

Con una periodicidad quincenal, los

sábados por la tarde, mis padres solían ir a

Gerona. Mi hermano gemelo y yo los acompañá-

bamos casi siempre, puesto que a los dos nos

entusiasmaba viajar en coche. Recorríamos en el

Seat 600 los sesenta kilómetros que separan

ambas ciudades por la carretera que descendía

hacia la costa mediterránea y aparcábamos casi

siempre cerca de la librería Empuries que, en

aquellos años, si no recuerdo mal, se llamaba

Ampurias. Mis padres siempre compraban algún

libro y, mientras hacían otras gestiones, solían

dejarnos a mi gemelo y a mí en la tienda.

Aquello era el paraíso para los dos. Las

personas que trabajaban allí nos mimaban, nos

inundaban de folletos y de otros reclamos de las

editoriales, llenos de colorido, y de libros para

niños –teníamos siete u ocho años–, de modo que

el tiempo pasaba volando, absortos Toni y yo,

ajenos al trajín de la librería. Raro era el día en

que, cuando volvían a recogernos, mis padres no

nos compraban algún libro, bien para nosotros

bien para alguno de los demás hermanos, que se

habían quedado en Olot. En Empuries, descubri-

mos a Tintín, entre otras maravillas, o las novelas

de Enid Blyton o a Antón Retaco o buenas

adaptaciones de obras clásicas...

Mientras regresábamos a casa, mi

hermano y yo tomábamos la merienda que

nuestra madre nos había comprado en alguna de

las excelentes confiterías gerundenses y seguía-

mos disfrutando con los libros recién comprados,

con la propaganda que nos habían regalado en

Empuries o con los juegos que sabíamos improvi-

sar en el coche, cuando oscurecía y ya no era

posible seguir leyendo. Así nació la querencia

irrefrenable por la lectura y por las librerías. Como

escribió Luis Rosales, “recordar es un modo de

agradecer”.

En Empuries, descubrimos

a Tintín, entre otras maravillas, o

las novelas de Enid Blyton o a

Antón Retaco.

SL

HISTORIAS DE NUESTROS CLIENTES

8

TROA