LAS AGUAS TRANQUILAS DEL UNA

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El premiado poeta bosnio Faruk Sehic (Bihac, antigua Yugoslavia, 1970), considerado líder de la “generación mutilada”, elige el género autobiográfico para su primera novela titulada Las aguas tranquilas del Una (Editorial La huerta Grande, 2017). Escrita veinte años después del final de la guerra civil en Yugoslavia, tiene como protagonista a un joven excombatiente (alter-ego del autor), que utiliza la escritura (“las palabras”) con fin terapeútico, para superar un pasado que le sigue quemando las entrañas y lo inhabilita para retomar el curso de su existencia: “Sólo hay una manera de salir de este laberinto: a través del recuerdo y del habla. El valiente convierte su recuerdo en palabras” (183).
La novela se estructura en una cuarentena de capítulos cortos con títulos a la vez sugerentes, poéticos y enigmáticos: “”El otoño es un jinete del musgo del norte”; “Marineros del ejército verde”; “Los dioses del río”; “Sumergiéndome en el espejo”, etc. La mayoría de ellos pertenecen al campo semántico del agua, siendo el río Una, que fluye entre Croacia y Bosnia-Herzegovina y constituye la frontera entre ambos países, el eje central del libro y de la vida del protagonista.
Niño y adolescente en la fenecida República Federal Socialista de Yugoslavia, el protagonista ha vivido una infancia feliz en casa de su abuela Emina, musulmana y adepta de Tito, participando de los juegos alegres de sus compañeros “Observaba el mundo natural y registraba los cambios en las micro estructuras de la orilla del río, el agua y los árboles, cuando al telón de fondo de las lluvias otoñales le seguía la tranquilidad del invierno” (56).
Eso no le impide, sin embargo, hacer amargas reflexiones sobre el engaño del socialismo de estado practicado por el régimen y sobre la falta de ilusiones de los adultos: “No creo que nunca vaya a ser capaz de deshacerme del asco que me producen todos los lugares comunes sobre los que descansaba el Estado yugoslavo. Estoy harto incluso de mencionar estas palabras” (14).
Como otros escritores de su entorno geográfico y generacional (el igualmente bosnio Velibor Colic o los serbios Goran Vojnovic y Dragan Velikic), Sehic guarda memorias “tan feas que se anulan a sí mismas” (13) de los años del comunismo. La gente “no sabía ni ansiaba nada porque nadie podía leer el futuro. Todo estaba asegurado por el peso de la gran piedra de la colina de Tecija, donde estaba escrito el nombre del hijo más grande de todas nuestras naciones y nacionalidades yugoslavas” (32-33), refiriéndose naturalmente al mariscal Tito.
A pesar de todo ello, Sehic coincide con los análisis de los escritores citados: aunque la armonía nacional de la Yugoslavia comunista fuera impuesta y sólo aparente, no hay justificación para la atroz matanza que se desató en “1992: año cero” (115). El mismo, estudiante de veterinaria en Zagreb e “infeliz enamorado del cine y de la literatura” (15) deja de ser yugoslavo para volverse “serbio de Bosnio” y por consiguiente enemigo y blanco de los nacionalistas de varios bandos.
“Soy uno, pero hay miles como nosotros” (15), esos a los que la guerra ha cambiado la existencia, cuando no segado del todo. Su propia ciudad, “pequeño París” antes de la guerra, desaparece, calcinada, pulverizada en 1993, disfrazada de plantas y ruinas, como “el estudio de rodaje abandonado de una película que narra los momentos posteriores al Apocalipsis” (98).
Muchos vecinos e incluso amigos, aprenden “a odiar porque era la única manera de sobrevivir” (119). Enmascarados, bajan a torturar y matar en mazmorras improvisadas a otros como ellos, en venganza por las imágenes vistas en televisión de hombres de Srebenica con las manos atadas a la espalda y empujados a la fosa. Nadie es inocente, porque en una guerra, “el enemigo es el enemigo; no puede ser una persona normal y corriente” (16).
Sehic, que llegaría a dirigir una unidad de 130 hombres del ejército bosnio, reconoce que le gustaría “volar sobre la guerra” para superar así su propia tortura. Es lo que intenta hacer a través de la escritura de este libro, amarga confesión de crímenes compartidos y, a la vez, canto a la vida que sigue corriendo por “las tranquilas aguas del Una”.
Novela sobre la naturaleza, novela sobre el río, glosario del mundo acuático, esta primera obra narrativa de Sehic es también, como él mismo lo dice en uno de los últimos capítulos, un réquiem balcánico, un glosario de la melancolía y de la tristeza, de un mundo que desapareció, a la vez que una poderosa llamada de atención: “Lo que sé con seguridad es que todo se repite: la historia se repite y los mataderos de las naciones son renovados – nunca son destruidos completamente porque sus tecnologías son preservadas secretamente para ser reutilizadas-“ (156-157).

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